Y estaba ahí el escritor, en su mesa junto a la ventana, bebiendo sentado el té, luego de una tarde nublada y húmeda. Espera la inspiración necesaria, saca su pluma y empieza a descargar palabras en el papel.
Llega el caballero andante al castillo en llamas. Escucha el alarido de un dragón y su sorpresa pasa brutalmente a desesperación.
Corre como nunca lo habia hecho en su vida, escaleras, muebles ardiendo, el dragón destruyendo todo a su paso.
Mientras en la última habitación de la última torre yacía su amada princesa, inconciente por el humo.
Repentinamente el dragón ataca el brazo del caballero, el cual solo reaccionó a cubrirse con su escudo.
Siente todo el calor pasando alrededor de el, su rostro, sus manos, casi pierde la consciencia. Su brazo carbonizado deja caer su escudo... pero no, ¡su amada!, no era momento para dudar. Reúne todas las energías que le quedan y atraviesa todo lo que encuentra en su camino, corriendo, gritando, dando toda su carne y sangre por aquella única que lo había hecho realmente soñar, aquella única que lo hacía sentir vivo. De pronto comienza a llover, se calman las llamas, el dragón se comienza a disolver, el caballero se comienza a disolver, el mundo alcanza un silencio y una paz irreales. Repentinamente todo se comienza a ir abajo, caen rayos negros del cielo, todo se comienza a deformar. El escritor ya no sabía que era lo que hacía, arrugó el papel y lo arrojó lejos, donde cayó junto a tantos otros que habían por allí. Ya no era un escritor fecundo, no desde la muerte de su esposa, pero no le importaba. Se queda quieto, se seca los ojos y toma un sorbo de su taza de té. Toma otro papel y comienza de nuevo... sabe que tarde o temprano el caballero tiene que ganar.
por Felipe Toledo
jueves, 8 de julio de 2010
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